El size de las mentiras
De mis 21 años de vida, al menos 15 de ellos deben haber transcurrido
en una guagua. La satisfacción de obtener el asiento que da a la ventana no me
es indiferente, llegar temprano para
conseguirlo es de los pocos placeres del transporte público. Quien viaja con
frecuencia sabe que en cada asiento va un personaje pintoresco, el típico
oloroso al que todos le huyen, o un erudito en potencia, que desea alardear su
saber contigo (aunque insistas en ponerte los audífonos). Los debates más
acalorados de mi vida los he presenciado como pasajera de una guagua, ni
siquiera las discusiones sobre la despenalización del aborto en el congreso
argentino (que me robaron toda la atención), se comparan a la intensidad de los
argumentos de carretera. Debo admitir
que he detenido canciones para atender los tópicos de esa gente tan
“opinionated”.
Como oyente entrometida el tema que más me marcó fluía
justo delante de mí, un cristiano con la mano atestada de tratados reprendía el
hecho de que los padres les mintieran a los hijos sobre la existencia de Santa
Claus. Por primera vez en mucho tiempo mi mente permanecía silente, aquel era
un tema sobre el que tenía mis dudas, y ciertamente no sabia de que lado estar.
Fui la clase de niña que puso el diente bajo la almohada, esperé regalos de los
reyes magos al menos por dos navidades consecutivas; antes de que mi
infantil astucia desmantelara la ilusión. La consciencia de algunos
padres se retuerce al saber que toda mentira es perjudicial, incluso si va
escudada por las mejores intenciones. Es entendible que los progenitores
prefieran obviar un par de diciembres mágicos, a comprometer la confianza ciega
que les tienen sus hijos. Al final, ¿Qué sería más doloroso para un niño?- ¿Descubrir
que sus padres le mienten? O saberse demasiado crédulos en un mundo de
terribles realidades? Pienso que los niños dominicanos, únicos en su especie,
le dan prioridad a obtener el regalo sin estimar su procedencia. Pero el tema
de las mentiras piadosas/pascueras, es decisivo en ese mundo tan particular de los padres.
Si me pusieran a elegir, optaría sin pensarlo por una infancia llena
de esas "ficciones tangibles". Especialmente, porque creo en el
privilegio de ser niño cuando toca serlo. Creer siendo niño para la sociedad
es ternura, creer siendo adulto es pecar de ingenuidad. Con esto no hago un
llamado a promocionar las mentiras, ni critico sus métodos de crianza. Pero
confieso que este tema me hace reflexionar, porque creo que hay otros
"reyes magos" de mayor envergadura, otras mentiras categóricas con las
que hemos convivido, y que al ser descubiertas hieren más que ver a tu mamá
poniendo el regalo bajo el árbol.
La mentira de la profesión, por ejemplo, esa
inyectada doctrina que nos hace pensar que somos lo que hacemos, que la
universidad es el filtro por excelencia para ser alguien en la vida. Duele
cruzarse con gente que tiene la pared llena de títulos, y el corazón lleno de
mañas. Tardamos demasiado en enterarnos que vinimos al mundo siendo
"alguien", que la construcción de la persona no tiene que ver con
medallas ni con una pared atiborrada de certificados. Hastía el esfuerzo que
toma trabajar sin vocación, porque te hicieron creer que el dinero justifica el
sacrificio de fingirte completo, aunque odies lo que haces. La mentira del
orden natural de las cosas, la más osada de todas. Se atrevieron a plantearte
la fórmula
estudio/trabajo/matrimonio/hijos, subestimando el plan alterno que pudieses
tener para tu vida, y dimensionando tu existencia a un patrón que es revocable (sin que eso te convierta en un fracasado). Alimentaron la mentira de que la
felicidad es un puesto de trabajo, aniquilando tu emoción por las cosas
sencillas. Te pagaron las clases de guitarra, mientras te advertían que no
vivirías de la música. Te instaron a
creer que el pequeño negocio donde tan próspero te sientes no es suficiente,
que debes aspirar a más. No importa cuan cómodo te sientas en tu estilo de vida
minimalista, te educaron para anhelar aprobación, para estar sediento de interés;
lo que incluye renunciar a tu tranquilidad para insertarte en el frívolo mundo
de las apariencias. Te dijeron que dedicarte en demasía a tus hijos le resta a
tu profesión, irrespetando tu decisión de ser madre a tiempo completo. Te
discriminaron cuando señalaste no querer hijos, te miraron como si fueses un espécimen.
Te guian a perseguir la felicidad objetiva, la que complace a los demás, aunque
a ti te llene de ansiedades.
Esas mentiras son peores, son letales, corrompen la única vida que tenemos para
intentar estar a gusto. Hemos comprado sin apenas regatear el concepto
precario de "ser feliz", la idea roída de ser "exitoso".
Nos hemos dejado encasillar en verdades absolutas que funcionan para otros,
pero no para nosotros. La presión social no debería desviarnos de nuestros
fines, por muy anticuados, absurdos o inconexos que puedan parecerle a los
demás. Y si el camino fuese más largo, si hubiese podido estrechar palabras con
el cristiano antes de que dejase la guagua, le habría dicho que los niños hemos
logrado superar a Santa Claus, pero como adultos, aún nos cuesta enfrentarnos a
las mentiras capitales. En el ring de pelea siempre está lo que nos enseñaron vs. lo que desaprendimos,
el concepto de educación que sugiere aceptar sin cuestionar vs. el concepto de
educación que llama a la duda permanente. Son nuestras convicciones vs. las
exigencias del entorno, la ambición de crecer para satisfacer un deseo interno
vs. la ambición de crecer para poder aparentar. ¿La ventaja? En esta pelea
nosotros decidimos quien gana.
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