De juicios, prejuicios y habichuelas quemadas.



Quizá sea discriminación de mi parte, pero el agrado que siento por las personas es directamente proporcional a la poca frecuencia con la que juzgan.  No lo puedo evitar, me parece repulsivo especular sobre alguien con quien solo compartimos el “hola, ¿Cómo estás?”, de esa breve vez al mes en que le vemos. La opinión amarillista sobre el curso del destino de otros, lo que en mi infancia se conocía como “el complejo de vecina chismosa” ha regresado. Pido un minuto de silencio por todas las habichuelas carbonizadas en razón de los prejuicios, estudios revelan que por cada calumnia levantada, un caldero de legumbres perecía. Relaciono conocimiento con cercanía objetiva, entiendo que si no estoy lo suficientemente próxima a la realidad de otra persona, si no he tenido conversaciones profundas y extensas con ella, que me permitan comprender sus circunstancias, voy a escucharme temiblemente ridícula comentando una existencia que escapa mi dominio. Solo puedo comparar la vergüenza, con la de un estudiante que se para en el aula para hacer el reporte literario de un libro que nunca leyó. Dicho fulano no solo se convertía en el hazmerreír del resto, era muy probable que el profesor interrumpiera para pedirle que por amor a la verdad se sentara. Ese es el mismo impulso que muchos de nosotros experimentamos al escuchar las versiones tergiversadas de nuestra historia. Quisiéramos enviar directamente al banco de los ignorantes, a todos los autores intelectuales de semejantes cuentos. 


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Lo más irritante es que a pesar de no saber absolutamente nada de nosotros, sienten que nos pueden recitar de memoria. La gente se salta tropecientos pasos del método científico a la hora de juzgar. Antes de crearse una hipótesis decente sobre nuestro comportamiento, corren como gacelas hacia la etapa que más morbo les produce: Sacar falsas conclusiones. Vivir en la boca de un desconocido (dígase el sujeto con el que nunca ha pasado palabra, el primo al que solo ve en las bodas y funerales, o el compañero de trabajo que jamás le colabora pero se siente competente para hablar de usted), solía ser una de mis mayores impotencias como ser humano. Muy a pesar de esa molestia general de saberme juzgada, yo también fui una persona que juzgaba implacablemente a los demás. Seamos sinceros, el estanque de las piedras estaría vacío si cada persona que no haya juzgado tuviera que arrojar alguna; todos hemos estado ahí.



Mis errores han sido el zipper de mi boca desde que entendí la doble consecuencia de ese mal. Aunque no se note a leguas, sentarse con su amigo favorito a destruir autoestimas, y a desvestir los pecados de otro santo, daña al juzgado pero a usted también. Cuando su cerebro comienza a liberar la sustancia del “hablo deliberadamente”, no solo se agota un precioso tiempo en el que usted pudiese estar leyendo un buen libro o aprendiendo alemán;  además, usted expone en vitrina sus mayores debilidades. Juzgar (sin fundamento), es un estrategia efectiva que momentáneamente nos saca de nuestros males para depositarnos en las desgracias del vecino. Despotricar, mover la cabeza en señal de decepción al ver lo que el otro ha hecho consigo, funciona si queremos esconder nuestras miserias y poner bajo la lupa las del prójimo. ¿Pero por cuanto tiempo podemos encubrir nuestro miedo exponiendo el que sienten los demás? Cuando nuestro amigo favorito se marcha, y nos quedamos a solas con nuestras inconformidades, sueños rotos y metas caducas, patear el bote con la basura ajena hasta hacerla pública, no es suficiente para llenar los propios vacíos. Cuando juzgar se convierte en un ejercicio de autocompasión, en el último recurso disponible para estar menos resentido con la vida, hemos cavado nuestra propia fosa emocional. Si usted no reúne el valor de admitir sus faltas, de salir a recoger su caos y restaurarse con orgullo, refugiarse en hablar de tormentas ajenas no va a calmar la suya.


 A medida que observé la facilidad con la que me equivoco, la molestia de ser juzgada se volvió equivalente a la molestia de juzgar. Para mi es imposible hablar de juicios y no remontarme a un estrado, a un birrete, y de paso pensar en las personas que viven del oficio. Como si cuatro años ejercitando el pensamiento crítico en la universidad, no calificara a un abogado lo suficiente para convertirse en juez, se anexan un par de años estudiando, y otros sacrificios inherentes a la aspiración. Irónicamente, los jueces desempeñan la función más juzgada y criticada por la sociedad.  Me imagino la dificultad de decidir, la facultad de afectar derechos e intereses no es un juego, cuando siempre existirá un margen de error, un régimen de consecuencias, un favorecido y un perdidoso. Tampoco debería ser sencillo juzgar en la cotidianidad, no nos hemos preparado para ello, no tenemos códigos de ética ni leyes de vida de las cuales auxiliarnos, lo mejor seria cohibirnos de esa falsa aptitud que nos hace pensar que somos quienes. En última  instancia instalarnos un interruptor en la lengua, mantenerlo vigente para no exponer a otros, o aún, para no delatarnos en primera persona. Lo peor del juicio no es la persona que lo emite, lo triste son las carencias no enfrentadas que acumula. Repito hasta el cansancio, si juzgar es la vara de medida con la que compara sus errores hasta ver que los demás están peor, su felicidad está  supeditada a que a otros les vaya mal.  La próxima vez que alcemos la voz para alimentar las inseguridades de alguien, identifiquemos las nuestras, trabajemos en ellas. La repercusión social del juicio y prejuicio va mas allá de riñas acaloradas y sentimientos heridos. A veces juzgar no es la forma de permanecer en la vida del otro, sino un modo de escapar de la nuestra. ¿Por qué querría alguien huir de su propia existencia? es la pregunta que siempre me hago antes de abrir la boca y pronunciar palabra.

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